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Para desnudarme sólo
tengo que decir que
amo la palabra.
Llevo una vida
clavando mis dedos en su tierra para entender su origen,
sus raíces
y rendirme a ella.
Tengo un mechón
blanco en mi pelo desde hace justo 20 años
y no sé si es por
duelo
o por un golpe
certero de madurez anticipada.
Creo en Dios y rezo
y al incrédulo le
pregunto cómo puede haber tanto dolor y tanto placer
nacidos de la nada.
Cometo pecados cada
día,
cada mañana,
cada instante,
hasta construyendo
sueños en la narcosis más profunda peco.
Y peco porque amo.
Soy transparente,
me presento a las
batallas a pecho descubierto.
No tengo nada que
esconder.
Y aunque a veces me
tachen de imprudente,
no combato sin
escoger las armas y la táctica primero.
Dicen que vivo las
cosas con demasiada intensidad,
y yo me pregunto:
sin pasión
¿qué sentido tiene
vivirlas?
Antes vida con
heridas de muerte
que muerte sin
rasguños.
Amo el olor de la
tinta
tanto como el olor de
la piel de esos amores
que se cuelan por los
5 sentidos
y se alojan en el
sistema nervioso como forma etérea de vivencias no escritas.
Me deleito con el
color azul
pero ante la vida
escojo el rojo,
el rojo del vino,
el rojo de la sangre
y el rojo de la tinta
con la que escribo cuando me toca expoliar el alma.
Y esa sangre es mi
prioridad,
la que me une a los
míos
porque los míos son
hogar
y el hogar reside en
mi pecho.
A veces creo que el
alma está en el ombligo
pero otras pienso que
es algo vivo y en movimiento,
que se trata de ese
temblor que recorre mi espina dorsal
cuando entra en juego
algún campo gravitacional.
Tengo miedo a la
muerte
porque Dios aún no me
ha contado si pasada la barrera podré seguir amando.
Prefiero dar que
recibir
y aunque suene a
tópico,
recoger una sonrisa
es la mejor condecoración
cuando luchas por
dejar tu huella en otras entrañas,
en otro ombligo,
quizás,
en otra columna
vertebral.
Dicen que estoy
enamorada del amor,
que domino la palabra
y la manejo a mi antojo
Y yo me paro y pienso
que me enamoro a mi antojo,
que el amor me domina
y la palabra me
encarcela.
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