Una vez escribí un poema premonitorio, no pensaba en nadie
cuando lo escribía, sólo me imaginaba la complicidad ideal de esa persona que querría entre mis sábanas, pero no las
sábanas de mi cama, sino las sábanas de mi vida.
De alguna manera hablaba de constelaciones y de las líneas
de tu cuerpo. Lo supe la primera vez que te vi desnuda en esa brevedad que
planifiqué mal, que no supe gestionar porque me perdía simplemente
contemplándote, sin más pretensión que acortarlo todo y mantenerte cerca en
espacio y tiempo.
La mayor constelación, la que no podía dejar de contemplar
era la que interconectaba tu mente y tu corazón, fuiste y serás siempre la
personalidad que arroyó mis esquemas y me dejó sin procedimientos de actuación,
eras el motor del cambio. Recuerdo como te describía, eras la MUJER en
mayúsculas, que podía revolucionar mi vida y a la vez encajar limando las
asperezas que a veces no me dejaban avanzar.
Me dejé arrastrar por miedos, por necios vínculos que eran
pasado, por penas y por interdependencias que estaban destrozando mi vida, me
comió el espacio, se me hicieron eternas las distancias entre cada uno de tus
lunares y no reposté combustible mientras mi vida en el fondo ardía en la
crónica de una ruptura anunciada.
Me advertiste mil veces pero no sólo con palabras, con
miradas, con formas de respirar, con todo, que no merecía la pena destruirme
así cuando se abría ante mi un universo. Pero recuerdo señales esquivas que
realmente eran premonición de mi decadencia actual y te recuerdo mirando a otra
estrella dos semanas antes de recorrernos Madrid buscando un vino que no
supiese a madera seca del pasado. Hoy recorro todos mis errores y veo que
siempre miraste hacía allí, hacia esa estrella que te alumbraba aún más cerca,
aún más fuerte, aún más constante de lo que yo podía hacer, de lo que yo puedo
hacer.
Intenté tener fuerzas para todo, intenté controlar la
felicidad de los demás y olvidé que tú podías ser la pieza clave en la mía. Me
dejé vencer, me hice cómplice de un dolor ajeno en el que yo no influía y
destruí lo nuestro. Un nuestro que quizás para ti hoy no sea nada pero para mi
hubo segundos, minutos y horas en que fue todo, sobre todo cuando te saqué de
mi vida como penitencia a un pecado que no me pertenecía.
Ese fue el principio del fin, la apertura de mi mente más
allá de los instintos equivocados y la búsqueda de ti, la búsqueda de la
felicidad y antes de llegar allí mi propia reconstrucción, porque a veces quien
parece quererte es tu peor verdugo y te hace creerte un suicida sentimental cuando
sólo eres su víctima.
Me faltaba un trozo en el pecho, me faltabas tú, todos los
días desde que cerré la puerta equivocada. Y dicen que de los errores se
aprende, pero yo no he aprendido, no he aprendido a desquererte, no he
aprendido a acabar con este miedo a la palabra amor cuando pienso en ti, no he
aprendido a perderte, ni a seguir adelante con este vacío. No he sido el alumno
ideal en la asignatura del olvido, llevo mucho tiempo repitiendo y se me hace
una eternidad desde el día que te perdí hasta el presente desde el que te
escribo.
No tengo derechos, ni deberes, ni tampoco tengo miedos, se
me han ido todos por el desagüe y lo he perdido todo menos las ganas de ti,
esas han ido creciendo con cada ladrillo con el que reconstruía mi vida. Pero
tú miras a otra estrella, la que nunca dejó de alumbrarte, la que besaste dos
semanas antes de recorrernos las calles de un Madrid que nos guardó un secreto,
el secreto que no fui consciente hasta perderte y es tan sencillo que no
necesita versos, y es el secreto de que te quiero.