LA MALETA
¿Sabes?
¿Sabes?
La vi levitar.
La vi moverse como flota la
niebla
en esas madrugadas extrañas
en que no sabes si el día se
despertará soleado o nublado.
Deambulaba por la habitación
sin un sentido
pero con una ruta organizada
entre cada cajón que iba
vaciando.
La vi marcharse muy poco a
poco
con el único ruido que hace la
ropa al doblarse.
Vi como sacaba de lugares que
pasé por alto
todos sus secretos
y todos los míos.
No era capaz de interpretar
sus ojos,
tornados hacia un lado,
vacíos de mí.
Y aquella mueca en su boca
que desconcertaba al mismísimo
diablo
antes de pactar cualquier
trato con ella.
La vi negarme que gritara,
que tuviera la desfachatez de
pedirle que no se fuera,
cuando yo llevaba una
eternidad de dos años
siendo un complejo vivo en la
muerte de lo nuestro.
Todo.
Lo metió todo en una sola
maleta de cuero marrón
que en mi maldita vida de 10
años y una herida con ella,
jamás me había fijado que
tenía.
Todas mis dudas fueron
directas al fondo de la maleta.
Mi cabezonería ilustrada por
un ego
con complejo de inferioridad.
Su puta costumbre de hacerme
de menos,
cuando necesitaba de más
sentir sus brazos vacíos del
resto del mundo.
Sus bragas de encaje
que no encajaban con mis
sueños.
Aquel jersey que ella tanto
odiaba
pero que tanto me abrigaba en
los inviernos
en que ella apagaba la
calefacción de sus besos.
Mis no te quiero si te alejas
dos cms
de mis silencios más molestos.
Su americana gris de camuflaje
para los días en que yo vestía
de negro.
Su manera de decirme que no
era nadie
en todo lo que era nuestro.
Los mil pares de medias que
siempre se le rompían
si se levantaba antes de las 7
y tenía que empezar a esconder
su descontento con la vida
en alguna reunión de un futuro
en el que ella no creía.
Mis ganas torpes de siempre
quererla
yo más,
yo más rápido,
yo más alto,
yo más nadie que todos los
seres humanos
que se habían arrodillado a
sus pies.
Mi ropa de deporte que sólo
sudaba
cuando tenía miedo de que le
hubiera dejado de gustar mi cuerpo,
en algún puerto con barcos de
matrícula más nueva y más cara
que el coche que nunca tuve,
porque ella me conducía a mi y
a mi vida a todas partes.
Los pañuelos llenos de mis
lágrimas y de su saliva,
cuando me escupía que no tenía
claro mi papel
en su vida de actores
secundarios,
de escenarios sin atrezzo,
de guiones sin palabras.
Toda la ropa de los veranos
en que fuimos infieles a la religión de
querernos
y las veces que resté
importancia
a sus porqués por inflar mis y
cúanto.
Su falta de sintonía con mi yo
más amargo
y mi sincronía con la derrota de
no saberla hacer otra vez mía.
Todo.
Me dejó los muebles porque no
cabían
en aquella maleta,
que juro,
que juro,
que no se llevó jamás a ningún
viaje conmigo.
No tenía ruedas,
aquella jodida maleta era tan
vieja que no tenía ruedas
y sólo me quedé mirando como
ella cargaba
todo aquel peso
y se alejaba de mi acercándose
a la puerta.
Me di la vuelta
justo en el momento exacto
en que su mano giraba el
picaporte
igual que había jugado con mis
dedos mil veces
cuando aún sonreía al besarme.
Me arrastré a la habitación
porque aún olía a ella
y miré por la ventana con
miedo a verla marchar
pero no fui lo suficientemente
valiente
para aguantar la mirada
y ver su espalda dándome la
cara de lo amargo.
Fui girando mi cuerpo por no
verla irse
y me fui adaptando a la
penumbra
de la niebla que había
revuelto con sus pasos.
Y allí estaba ella,
desnuda sobre la cama,
sin sábanas,
sin ropa,
sin dudas,
sin maleta.
Vacía de mi para llenarse de nuevo,
vacía de todo lo malo para
construir algo bueno.
Entonces me di cuenta
que aquella maleta
era su manera de hundir
nuestros pecados
y empezar de cero.