Drama y nitroglicerina

Drama y nitroglicerina

martes, 22 de octubre de 2013

NO OIGO TU CORAZÓN

Aquella mañana parecía exactamente igual que todas. Y es que Mateo no contaba ese día con un elemento perturbador de su rutina.
6:30 A.M. Suena la alarma y se pone en marcha toda la maquinaría. Mateo sale a correr con sus zapatillas impolutas, regresa, se ducha y se viste, sale a la calle y llega al bar a las 7:35. 

Entra por la puerta y siente una sacudida espasmódica al ver al fondo, en penumbra, la silueta de una persona ligeramente agazapada en una mesa. Él sabe que no es María porque María está sonriente al principio de la barra dándole los buenos días y ya sirviendo su café. La sonrisa horizontal de Mateo se vuelve una mueca nerviosa y sus oídos se empiezan a acartonar al ritmo de la canción que suena. Y es que a esas horas María no pone la radio, prefiere oír las canciones que le imprimen su pasado en su presente. Es su forma de que no se le escape ningún recuerdo.

Suena: “¡fado! porque me falta tu boca, ¡fado! porque me faltan tus ojos”.

Mateo se va acostumbrando con miedo a la penumbra del silencio y relaja sus oídos y su pecho a la espera de una bocanada de sentimientos desde el fondo del bar. Pero no escucha nada, no siente nada. Es extraño, cuenta mentalmente los metros que puede haber hasta la mesa del fondo y no calcula más de 4, ahora mismo debería estar atronado por algún tipo de pasión.

María hace que Mateo salte fuera de sus cavilaciones con una pregunta cotidiana.

- ¿Llueve mucho fuera? Tengo que salir un momento al almacén.
- Un poco, lleva un paraguas.
- Paraguas… No me gustan los paraguas, la gente no sabe llevarlos… Salgo un momento, si entra alguien al  bar, asómate anda, y me das una voz.

Mateo sabe perfectamente que a esa hora no entrará nadie, así que decide volver a relajar sus oídos y su pecho y esta vez intenta escuchar. Nada. Una nada en penumbra, y sin entender el porqué, Mateo se ve arrastrado por una curiosidad irracional que lo acerca poco a poco hasta la mesa del fondo. La mujer sin latidos levanta la vista, lo mira y entonces Mateo, sin saber cómo ni por qué pronuncia cuatro palabras.

- No oigo tu corazón.

En el silencio inmediatamente posterior ella sonríe y piensa “no hay nada que me guste más que un loco improvisando una declaración de amor”. Mateo mientras se pregunta por qué narices ha dicho eso. Eran sus cuerdas vocales, era su lengua, sus dientes, sus labios, quizás su alter ego, pero no era él el que proyectaba esas palabras hacia fuera. Ella sonríe y un segundo más tarde Mateo se enamora de nuevo. Con la diferencia de que es la primera vez que sólo siente lo que ha de sentir él. No hay más latidos, no hay más pasiones, ni más odios o desprecios, es sólo él y su corazón.

La belleza de su leve risa, de sus labios señalando al cielo y del silencio de sus latidos embauca a Mateo de tal forma que se queda clavado en el suelo mirándola. Su mano se acerca hasta el cuello y se afloja la corbata, siente su propio sudor empapando su espalda y como sus rizos van perdiendo consonancia. La escucha hablar por vez primera, jamás olvidará el sonido de su voz.

- Buenos días, ¿esa es tu forma de abordar a desconocidas a primera hora de la mañana?

Mateo está mudo, no es capaz de articular palabra y en cada milésima de segundo un músculo de su cuerpo se convierte en piedra. Le pesa aquel momento más que su propio secreto.

- ¿No vas a contestar? 

Silencio.

- Bien, entonces me marcharé por si acaso eres un loco que oye voces, bueno… corazones en tu caso.

Mateo sigue con la mirada cada movimiento de la curva de sus labios y en un alarde de raciocinio consigue articular palabra. Eso sí, por su boca sale amontonado el discurso más absurdo que se le podía ocurrir.

- Perdona, te he confundido con alguien.

Ella rompe la penumbra con una carcajada y Mateo se enamora un poco más. Mira hacia la mesa, no ve la superficie, está cubierta por un bolso de cuero marrón desgastado, varios cuadernos y un libro con las páginas amarillentas por el paso del tiempo. El sentido del olfato de Mateo se rompe en mil pedazos y siente el aroma de la tinta mezclado con el olor de su piel, su ropa y su pelo.

Inmóvil, paralizado, sin sangre en sus venas que pueda bombear su corazón y con su cerebro completamente desconectado del mundo real, Mateo se siente como un niño escuálido en katiuskas, completamente vulnerable.
Ella mira hacia su muñeca, lleva un reloj que parece sacado de otro momento histórico. Comienza a recoger papeles y libros. Cuando termina lo mira y su sonrisa se clava en mitad de la válvula mitral del corazón de Mateo.

- Me tengo que ir. Espero que tengas suerte escuchando latidos. Hasta pronto.

Mateo piensa muy lentamente, tiene que decir algo y de nuevo se siente ridículo al pronunciar:

- Podría explicártelo, hoy u otro día.

- Otro día. Hoy me pueden las prisas.

Mateo especula con qué decir pero sólo se dice así mismo “hoy me puedes tú”.

Puede que ella saliera por la puerta o que simplemente se esfumase, pero él no recuerda ese momento, sólo sabe que se fue.

Son las 8:05. Es la primera vez que Mateo llega tarde a su trabajo.

La respiración de Mateo comienza a ser normal, aún no se ha dado cuenta de la hora que es, en realidad no se da cuenta hasta que está sentado en su mesa 10 minutos más tarde. Sus músculos se reactivan y sus oídos se desacartonan al escuchar de nuevo la nostalgia de María al fondo del bar mientras se queja de la lluvia.

Mira hacia la mesa donde hace un momento estaba sentada la mujer sin latidos y entre la penumbra y dos sillas ve que hay un bulto que se ha caído, se agacha y ve que es el bolso de cuero marrón que minutos antes estaba sobre la mesa. Mateo lo coge, se da media vuelta y sale por la puerta mientras María le reprende:

- ¡Pero si no has tomado el café!

No la escucha. Sólo oye el bullicio del tráfico de coches y corazones. Camina deprisa bajo la lluvia hacia el trabajo. Sube las escaleras con sus rizos y su traje empapados y se sienta en su mesa. Mira el reloj, son las 8:15.

- ¿Qué me está pasando? Susurra.

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